Más evidente que nunca. Contorsiones de la voz y antojos vocales.

martes, 5 de octubre de 2010

Un estado mexicano / un estado de amor



Estoy pensando que hace un año atrás un día como hoy recibí, recién impreso, mi libro "La perla suelta". Luego Pablo Paredes pasó por mi casa a las 2 am y nos fuimos al Aeropuerto a tomar el avión hacia México. Nos llevaron mis papás en auto. La ciudad de Santiago de Chile estaba fría y las luces pasaban por la vereda, las luces, conversaciones, las luces. Tengo un recuerdo muy nítido del cruce de la Alameda con la calle General Velásquez. Así como también siento aún ese frío o mucho antes en mi casa una de las últimas conversaciones con Felipe, una botella de champán, mi mano tratando de llegar a su mano, la partida rotunda.
El aeropuerto estaba vacío. Al rato llegó Diego Ramírez y así fue como nos volvimos inseparables. Los poetas tenemos ese no sé qué de cabros huachos buscando amor. Nos amamos y organizamos de inmediato. Pablo fue nuestro representante. Diego la ternura. Yo ¿qué fui yo? Aún no lo sé. Nos subimos al avión. Compartimos secretos en el aire, tantos secretos. Hablamos durante horas. Las azafatas nos preguntaban si éramos estrellas de rock. Nosotros reíamos y seguíamos hablando como si nunca nos hubiésemos hablado, como si no fuéramos a hablar nunca más.
Cuando llegamos a México, comenzó el estado de amor. Nos esperaban ahí chicos de la comitiva, Jocelyn Pantoja nos llevó en su auto: el DF se abrió gigante. Llegamos a la casa de Héctor. Lloré cuando lo vi abrir la puerta. Nos abrazamos, me mostró su cuarto, su biblioteca y los libros, la terraza, todo era tan hermoso. Yaxkin y los chicos conversaban en el living, nadie podía creer que todo estaba recién comenzando. Parecía literatura que en un mismo lugar estuviéramos con María Eugenia López, Roxana Crisólogo, Javier Norambuena, Benjamín Morales, tantos más, tantos que llegarían, que ya se escuchaban venir. Y quedaban dos semanas. Dos semanas aún.
Un atardecer en ciudad de México puede cambiar el curso de los acontecimientos, lo mismo una noche, o una madrugada en la que comienza una lluvia furiosa y dos personas corren a esconderse a una ducha en una hostal, mientras el día anterior otras dos personas se miraban de reojos en el único ascensor de la misma hostal de la ducha y se despedían mordiéndose la boca en el pasillo. Un pasillo a oscuras en el que se prendía y apagaba la luz según las presencias, según pasara alguien por ahí. Nada puede seguir igual, nada. Menos con esa bullanga preciosa en cada rincón del DF: tanto era el ruido que cuando regresé a Santiago de Chile no soportaba el silencio.
Nada puede seguir igual después de todas esas fiestas, del arrebato de las calles del Zócalo, de Héctor diciendo: una vez aquí, te das cuenta de que puedes vivir en cualquier lugar, de Pablo L. recitando sus poemas de flores y luego posando para unas fotos con Daniel S. frente a una Iglesia, el vestido celeste de Karen Plata, la cabellera preciosa de Mara, los ojos de Alex Piperno, el perfil de Horacio, la risa de Norys, Euge preciosa recibiendo un ramo de rosas en una disco al amanecer, el silencio cálidamente majestuoso de Ben Clark, los abrazos de Benji, una dedicatoria de Kin, las conversaciones por las calles, el carrito que nos llevó a Pablo P. y Diego hacia la Condesa...
Imágenes, textos, tensiones, distorsiones. Aunque hubiera una sola voz que cuando hablaba o cantaba lo enmudecía todo. Incluso a las bocinas de los autos, el rumor de la próxima fiesta de la muerte. Incluso al llorar frente al Museo. Incluso cuando nos despedimos esa madrugada y me dijo: pronto nos veremos. Incluso esas palabras, su silueta en esa calle, el corte de su traje que durante los últimos días abracé tanto; incluso todo lo que vino después.

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