Más evidente que nunca. Contorsiones de la voz y antojos vocales.

domingo, 8 de agosto de 2010

Domingos




Cualquier mañana de domingo, en rigor, puede ser la misma. Santiago de Chile, Avda. Providencia, 10 am en punto, acabo de regresar de Valparaíso y espero la micro para ir a casa. Sol y frío. Suenan las campanas de una Iglesia que no conozco. Esas campanas y algo en la luminosidad del día, me llevan al domingo que llegué a Madrid. Cuando salimos del metro y aparecimos en una calle, Claudia A. y yo, las maletas; recuerdo lo que sentí cuando respiré ese aire, cuando palpé el rumor del verano que nacía, pleno sol a tres días de mi cumpleaños.
Otro domingo, meses atrás, sol de otoño en Ciudad de México, Pablo L., Sergio R. y yo, otro día domingo en una Iglesia instalada en las calles cercanas al Zócalo. Entramos. Pablo L. caminaba y miraba a los santos, yo estaba quieta frente a un Jesús de piel muy oscura con un faldón precioso. Recuerdo cómo nuestras miradas se medían de un lado a otro en esa Iglesia; recuerdo ese silencio, el silencio y la lucha entre ambos. Vuelvo a Madrid. Entramos con Pablo L. un día domingo a una Iglesia ¿Fue antes o después de pasar por la Calle del Codo? ¿Fue antes o después de ese domingo en que viajé de Barcelona a Madrid durante el día? Pablo L. me esperó en una estación de metro, no recuerdo en este momento su nombre. Pablo L. me esperó con un libro lleno de flores azules bajo el brazo; yo había escrito durante el camino un cuaderno con hojas negras que después le regalaría. Yo me quedé con el libro, él con el cuaderno: simuladores para hacernos creer que tan lejos no estamos el uno del otro.
Este domingo cae tierra sobre mí. Tierra cruda. Anoche en un bar se lo escuché decir a Tomás mientras me explicaba en qué trabajaba. Tomás, un chico de rulos rubios y ojos claros con el que bailé y bebí whisky de su vaso: tierra cruda. Su única y magnífica aparición esa noche para decir algo como esto: tierra cruda. Bailamos un bolero, algo de David Bowie. Tierra cruda. Antes de eso había leído en ese mismo bar, fragmentos de mi perla suelta acompañada por el piano que tocó Sebastián, el novio de Isabel. Una noche preciosa en el cerro Artillería. Al amanecer estábamos con Héctor en el terminal de buses, esperando por el nuestro, muertos de frío y dormitando en unas bancas. Llegamos a Santiago lamentándonos sarcásticamente de otro fracaso y de otra noche más. Otra.
Héctor parte de nuevo hacia México. Tierra cruda. Cae tierra sobre mí. Cae el sol. Pero eso mismo es tierra cruda. La separo, la disecciono, eso es. Tierra cruda, más conocida por adobe, decía Tomás.
Este domingo, tantos otros, los coloco en un hilo delgado para mí. O en una tela que doblo, bordo y observo; todos amparos, todos recuerdos, los sabores de un recuento de tonos, tonterías, amor.

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